27 jul 2009

Rosita se confiesa

Serie Rosita- Padre cura.


-Ave, padre cura. Soy Rosita y vengo a confesar que...
-Me parece muy bien que vengas a confesar, rica, pero antes deberías tener en cuenta que a confesar no se viene con la camisa desabotonada y con ese par de... senos, casi al aire. Y si la camisa es pequeña te pones otra más grande, que tape, que oculte, que disimule al menos ese portento, esa ostentación pectoral que, en fin, puede incitar a... pecar. ¿Y esa faldita, si apenas cubre tus braguitas?
-Perdone señor cura, pero no llevo.
-¿No llevo qué?
-Braguitas, que no llevo.
El silencio catedralicio descendió pesadamente sobre la quietud de la iglesia modernista de bloques y mampostería. Se escuchó un profundo suspiro en el interior del cajón de madera carcomida por los años y la carcoma, claro.
-Haz el favor de salir de la garita, digo del confesionario, que aquí no cabemos. Ponte de rodillas frente a la rejilla, como hace todo el mundo y espera.
Rosita, un tanto corrida por las diatribas verbales del confesor, sale del estrecho habitáculo y se hinca de rodillas frente a la rejilla dispensadora de perdones y penitencias. Algo enfurruñada se muerde los labios, especialmente el más gordezuelo, el inferior. Ese que les gusta a todos.
Se abre interiormente la contraventana de la rejilla y escuchándose de nuevo la voz grave del cura o monje, invisible en la oscuridad.
-Puedes comenzar, monina.
-Verá, yo me acuso, principalmente, de no saber decir que no.
-Y, eso, ¿te parece pecado? Pecado sería decir que no, desobedecer a tus mayores, a tus maestros, a...
-Ahí, ahí está el problema, en los maestros... Don Blenorragia Segura quiere comerme mi cosita...
-¿Que cosita niña?
-Esta- Rosita se levanta, ella, y luego levanta la faldita tableada, la de cuadros escoceses y coloca en el enrejado de madera el poblado triángulo, negro como las intenciones de los cuatro dedos, en forma de garra, que asoman por entre las tiras de madera de la rejilla y se enredan con los abundantes rizos del pubis.
-Cúbrete, niña, cúbrete- tartamudea desde el otro lado el agitado confesor, al tiempo que se lleva en la cómplice oscuridad, los dedos impregnados en las humedades femeninas, hasta sus fosas nasales y aspira con ansia.
-Padre cura, ¿se está haciendo una raya? Caray como le suena la nariz- Rosita deja caer el plisado de su mini escocesa y apoya las rodillas sobre la dura tabla del reclinatorio.
-Ya le digo- continua- peor es lo de don Mingitorio Gotoso, el profe de naturales.
-¿Qué ocurre con él?- mantiene el cura la mano pegada a la nariz, temeroso de perderse aquellos efluvios, que tanto arrepentimiento le producirán más tarde, seguramente.
-Pues nada, que si no le digo que sí, no me aprueba.
-Pero Rosita, que sí ¿a qué?
-A qué va a ser. Quiere meterme su colita aquí- de nuevo se alza la falda y muestra con un dedito dentro, profundamente clavado, por donde quiere el profe de naturales meter su colita.
-Pero criatura, saca eso de ahí, te harás daño, es... lo tienes muy, muy dentro. No hagas eso o, por lo menos, no me lo enseñes, ¡zorra!
-¡Eso no me ha gustado!, si tiene que ponerme penitencia por los pecados me la pone. Pero no me insulte. Rosita se mantiene en pie pegada a la rejilla, tratando de ver la cara, las manos, del señor vestido de oscuro de dentro del confesionario.
-Lo siento pero... bueno en resumen, volviendo a lo de tus pecados, ¿qué más te ocurre con los profesores?
-No, si a mí no me ocurre nada, es a ellos, en cuanto me ven comienzan a tartamudear, me miran como a un bicho raro... me ofrecen matrículas, me dicen que no hace falta que estudie, que para qué voy a clavar los codos cuando pueden ellos clavarme no sé qué... son como críos. Les dejo jugar con mis tetas o entrar y salir de aquí con su colita y... se ponen contentos como críos, ya digo.
-Ya sé lo que te voy poner de penitencia, tus pecados son gordos, debes poner de tu parte para que te sean perdonados- desde dentro se escucha correr un cerrojo y el enrejado gira sobre sí mismo, hacia dentro. La oscuridad es impenetrable dentro del estrecho cajón de madera- mira, dame tus manos, así, ahora cogerás con fuerza a esta cosa que me obliga a pecar a mí, y no la sueltes aunque veas que trata de zafarse, ¿vale? Esa será tu penitencia.
Rosita muy contenta de ver que sus pecados serán pronto perdonados agarra con ambas manos aquello y, efectivamente, de inmediato trata de huir hacia atrás, luego se viene hacia delante, así una y otra vez, cada vez a mayor velocidad.
-Padre cura, esto no es un enemigo, esto es un miembro como el de Gustavín de grande, ¿que no?
No obtiene respuesta, la estructura de madera cruje rítmicamente, con el clásico ritmo de un oferente a San Onás, patrón de la santa paja.
En aquel momento la megafonía de la pequeña iglesia dejó oír unos chasquidos característicos:

-Probando, probando. Uno, dos. Uno, dos. Hijas mías, soy vuestro párroco y este es un mensaje de urgencia. Hay un loco suelto por la ciudad, ese loco cree ser un cura confesor. Ojo, hijas mías, es un libertino. ¡Desconfiad! ¡No le contéis vuestros pecados a cualquiera!

Serie Erótica: Rosita
Scila/

14 jul 2009

Ya puestos…


Travesti-Fotoelmundo.es

Ya puestos.


Su mano estaba haciendo un excelente trabajo, pero quiso ir más allá, y lo hizo. Se soltó de mis manos, recogió sus pechos de nuevo en el sujetador- se los había sacado yo sin pedirle permiso- y se inclinó sobre mí con una indubitable intención.
Durante unos minutos interminables me así al respaldo de las butacas colindantes para, con los ojos cerrados, reprimir los rugidos que mis pulmones querían emitir a cada movimiento, descendente y ascendente, de aquella boca inmensa, devoradora de erecciones.
Fue tan hábil y eficaz que la erupción volcánica llegó justo con la palabra fin en la pantalla. Apenas tuve tiempo de poner las cosas en su sitio y abrazar exultante y agradecido a la joven que junto a mí arreglaba sus ropas.
Cuando se encendieron las luces de la sala nos sorprendimos besándonos, acariciando nuestros cuerpos por encima de las ropas. Mi mano, impaciente, se había introducido bajo la falda, entre dos muslos graníticos, y llegado hasta el tremendo “paquete” de mi vecina de asiento.
Toqueteé aquello perplejo y, ahora ya con las luces encendidas, la miré a los ojos, al rostro maquillado, a la barba recién afeitada de mi vecino de butaca. Mi cara debió haberse mostrado más... inexpresiva, creo que algo en mi expresión hirió su sensibilidad. Se soltó de un tirón, se bajo la falda y salió sin volverse una sola vez. El afeitado y maquillaje de sus piernas era también perfectos.
 
Scila.1988