28 jun 2011

El mensaje (Serie Karmelle).

El Mensaje



Hasta que siento sus brazos, como ramas nudosas de algarrobo, apresándome en un abrazo de oso no me doy cuenta de que el Sebas, mi tronco, ya está en casa, ha entrado justo detrás que yo y no le he oído llegar.
-¡Qué susto me has dado payaso!- sus labios me queman en el cuello, es uno de mis puntos flojos, cuando comienza a besar y a pasar su lengua por esa zona… pierdo el sentido, y la dignidad, la poca que me queda.
-Nada de susto- murmura con voz ronca en mi oído- bien calladita que te has quedado pensando que tenías un visitante, tal vez un cartero peliculero, un repartidor de butano…
-¡O el fontanero, no te jode! ¿No podía ser un doctor honoris causa en algo? ¿Tiene que ser alguien sucio, maloliente y con las manos llenas de callos? (Como tú, estuve a punto de decirle a la cara sin afeitar que raspa como lija del cuatro mis tetitas).
-Mujer, que yo no estoy en tu cabeza, a saber en qué piensas cuando te pones cachonda y se te empapan los bajos y los pezones parecen cerezas del Jerte.
-¿En quién voy a pensar, merluzo?, en ti pedazo de pan.
Mientras hablamos sus labios no paran un momento y sus manos tampoco, me tiene inmovilizada por detrás, con mis brazos pegados al cuerpo no puedo hacer nada por evitar sus maniobras que, a mi pesar, me están poniendo como una olla al fuego.
-¿Por qué seré tan fácil?- me pregunté como tantas otras veces.
-Deja que me quite la gabardina- pido con impaciencia. Quiere ayudarme pero, al final, cae al suelo, me inclino a recogerla pero él es más rápido, la lanza sobre una silla ya puesto en pie. Yo permanezco un segundo en cuclillas. Sobre el encerado suelo de madera hay un pedazo de papel que, sin duda ha caído de un bolsillo de mi gabardina.
-Se te ha caído algo- se inclina y, adelantándose a mí, recoge la cuartilla del suelo.
-Dámelo- pido tendiendo la mano hacia el papel con la garganta repentinamente seca. Pero no obtengo respuesta. Miguel mantiene, hipnotizado, las pupilas clavadas en mi generoso escote. Ambos pechos se muestran hasta las carnosas y oscuras cúspides de los pezones. La ausencia de sujetador facilita una exposición completa.
-¿Qué estás mirando?- mi voz sale ronca, en un tenue susurro. 
Conozco al Sebas lo suficiente como para intuir qué me espera a continuación. Ya ha ocurrido en innumerables ocasiones algo parecido.
-Ven - pide imperativo. Suelta el papel, que cae al suelo de nuevo, me toma por los hombros forzándome a retroceder y apoyar mis nalgas de deportista en el borde de la mesa central de madera. Nos encontramos en la cocina, es medio día y los dos venimos del curro con el tiempo justo para comer y volver.
-Nos pueden ver, Sebas- coloco mis manos sobre sus pectorales intentando apartarle, pero es mucho más fuerte que yo, no puedo detenerle. Su mano, semejante a la garra de un felino, toma mi vestido por el borde y lo sube hasta la cintura, en tanto que la otra tira del escote hacia abajo liberando ambos pechos. Inclina su cabeza y con avidez se apodera de un pezón que, desafiante, le esperaba asustado. Los dientes del Sebas son muy, muy dolorosos cuando se cierran, apasionados, entorno a ellos.
No puedo evitar un grito de ira, de desagrado y de placer al tiempo. En ocasiones similares su reacción primitiva y casi agresiva me involucra hasta el punto de convertirme yo misma, en unos segundos, en cómplice temblorosa y anhelante. Tengo la impresión de que me abro como una flor para ser polinizada por una abeja.
-¿Me estaré volviendo pija?, qué cosas se me ocurren.
Así ocurrió también en esta ocasión cuando su mano impaciente tira hacia un lado de mis bragas. Sé que en un instante le tendré tan dentro de mí que no podré ni respirar, tan sólo acoplarme, adherirme al ritmo trepidante y brutal del macho encelado en que se convierte en unos minutos. Le he dicho mil veces que prefiero algo más… “normal”, que prefiero un tiempo previo de caricias, de besos, que prefiero ser desnudada poco a poco, con delicadeza y no a zarpazos.
Le he dicho muchas cosas, incluso que me gusta que introduzca su lengua en mi sexo y se divierta y me enloquezca a mí de placer, que tengo un gran aprecio por su magnífico miembro en erección y tengo todo el gusto del mundo en saborearlo, chuparlo y engullirlo… todo eso antes de clavarme como quién ensarta un conejo. Que no me niego a que lo haga, es más, me encanta sentirme hendida, atravesada, plena de él. Pero, por favor, un poquito de preliminares…
Pero no hay forma, le viene la gana cuando le viene y no es capaz de reservarse para cuando toca, estemos donde estemos he de consentir y aceptar que se me haga en plan duro de película. Y, lo malo, lo peor de esta forma de hacerme el amor, es que me ha contagiado a mi pesar. Odio estas formas casi brutales, tan poco civilizadas de gozar uno de otra, pero en cuanto me estruja en sus brazos y me quema con su aliento… consiento, me humedezco, me mojo y accedo a cuanto viene a continuación.
De hecho, tras chupar de mis pezones como un bebé de treinta años, coloca la punta de su polla entre los labios de mi “cosita” y empuja como un toro al que estuviesen poniéndole las banderillas. La presión del falo al rojo vivo entre mis muslitos me hace desfallecer. Ha de sujetarme, sentarme sobre el borde la mesa y, tomando mis talones,  los coloca sobre sus hombros, abriéndome lo suficiente como para que pase un tren de mercancías, luego se lanza hacia adentro sin reparar en que puede sacármela por la boca si no se contiene un poco. Con las palmas de las manos trato de impedir que avance demasiado dentro, que mi vagina tiene sus límites y el Sebas hasta que no golpea el fondo no se queda a gusto. En cuanto me introduce su lanza mis piernas tiemblan, no me sostienen. La humedad corre como un rió por la parte interna de mis muslos y se desliza hasta la mesa, bajo mis nalgas. Sus golpes hacen temblar el mueble y mis costillas, pero no me quejo, al contrario le animo para que sea más rápido, más brutal, siento que me fundo como la mantequilla al fuego.
Dejo caer la cabeza hacia atrás por el borde de la mesa y, embargada ya por un anticipado orgasmo, mis ojos entrecerrados observan el trozo de papel caído sobre el suelo, muestra una caligrafía recta y decidida que ocupa media página y, bajo la última línea, una frase y una firma: "Te amo. Andrés".
© Scila- 4/4/07

Sexo y alcohol



-Hemos bebido demasiado, los dos- coloca ambas manos en el pecho y me aparta sin mucha energía. Vuelvo a acercarme y la abrazo de nuevo, caemos sobre la cama. La beso en el cuello, en las orejas, en  los labios... hasta que comprendo que se ha dormido. No es sueño sólo, efectivamente ha bebido más de lo acostumbrado. Me siento frustrado, por primera vez me ha permitido subir a su apartamento y ahora... no puedo evitar la tentación de desabrocharle la blusa y deleitarme con la belleza de sus pechos. El sujetador se abre por delante, eso me permite dejarles en libertad. Los acaricio con delicadeza, los beso y, finalmente, los tomo en mis manos con ansia. Sus pezones me saben a delicioso cacao, su piel huele a vainilla. Sigue dormida, plácidamente dormida sobre la espalda.

Tiro de la cremallera y le quito la falda, la diminuta braga apenas oculta el pubis, deja escapar por los bordes parte del rizoso bello. Se las quito y separo sus muslos, como es delgada y flexible no opone resistencia su musculatura. Queda abierta casi ciento ochenta grados, observo sus ojos por si muestra signos de despertar pero continúa respirando con normalidad.
No puedo sustraerme al hechizo del sexo oferente, si tuviese que describirlo diría que es invisible, es invisible porque una gran mata de pelo ensortijado recubre la vulva. Me arrodillo y, con la lengua en forma de espátula, me abro paso con delicadeza. Lo primero que percibo es el olor a buey de mar, o mejor, a ostras sin o con perla, que no sé si huelen de manera diferente. Es un olor fuerte, con reminiscencias claras a sal, a olas y a percebes pegados a las rocas de la costa gallega (no lo he dicho, pero Virginia es gallega). 
El fuerte olor exacerba mi libido ya dispuesta, lo siguiente que asalta mi cerebro es el sabor... la lengua afilada se desliza entre los cerrados labios del sexo y, al hacerlo, recoge mil sabores que más tienen que ver con labores de pesca submarina que de sexo en tierra, sobre una cama.
No todos los coños saben a mar, ni mucho menos, tienen que ser verdaderas almejas, jóvenes almejas, limpias almejas, para que el sabor y el olor a marisco sea tan agradable, tan sensual que levanten el apetito, además de levantar al mástil que todos llevamos encima, es decir, colgando.
Mi lengua sigue con su delicada labor, ajena a mis digresiones y razonamientos. Se abre paso con suavidad y contumacia, separo los grandes labios y se desliza hacia arriba, una leve sacudida del cuerpo de Virginia me sobresalta: ¿estará despertándose? ¿Montará en cólera al ver que estoy comiéndomela, aprovechando su sueño etílico?
Nada de eso ocurre, gira la cabeza hacia el otro lado y suspira profundamente, seguramente a su cerebro llagan sensaciones placenteras- mi lengua es hábil y experta- y continúa disfrutando de un “sueño” erótico. Libo de su peluda almeja, como las abejas liban de las flores, me entusiasmo y hundo la lengua hasta el fondo, la saco y subo hacia el clítoris que ya asoma entre los negros rizos pero, es tocarlo y la hermosa durmiente vuelve a estremecerse, prefiero dejar aquel suculento rincón para más adelante. 
Sin dejar de lamer la vulva abierta, ahora de par en par, deslizo un dedo en la vagina, lenta, muy lentamente, disfrutando del meloso gel que emite y llego hasta el fondo sin despertarla, cuando los nudillos me impiden profundizar más giro la mano hacia arriba y doblo el dedo casi noventa grados, tanteo hasta localizar esa zona más rugosa,  justo por debajo del pubis, donde teóricamente se encuentra el punto “G”, y lo acaricio con lentitud, con sumo cuidado para no alarmarla, tan sólo quiero excitarla al máximo, provocar ese río de miel que comienza a brotar de su vagina como un torrente, y lo consigo.
Virginia suspira al ritmo de sus sueños pero no abre los ojos, ni da señales de despertar. Pronto el acceso se humedece, dispuesto a recibirme y... sucumbo al hechizo, me desnudo con una sóla mano y, con toda la suavidad de la que soy capaz, me dejo caer entre sus muslos abiertos, y hundo mi falo endurecido por la espera en la increíble cueva de las mil y una noches...
La cabeza se abre paso entre los pliegues y se desliza con una facilidad que me asombra, hasta hacer tope con mis huevos que golpean a la entrada, dispuestos a colarse también dentro.
Es un polvo rápido y lento. Lento porque entro y salgo de la vagina a cámara lenta, y rápido porque en pocos minutos, el placer me impide retrasar lo inevitable. La presión en mis testículos, la tremenda excitación de follar a una beldad como Virginia totalmente relajada por el sueño y el alcohol me conducen al orgasmo. Jamás olvidaré esa noche, ni aquel polvo robado, más o menos. De vez en cuando, los recuerdos vuelven y me pregunto: ¿Hice lo correcto?

©Novbre’07/Scila