2 sept 2011

El concierto I


-Hola, ¿eres la última?- se gira y me observa por encima de las pequeñas gafas de sol. Dos pupilas, doradas como la miel de romero y los girasoles de Cuenca, me observan con descortés fijeza.
-No –responde  secamente volviendo a mirar al frente, a la interminable cola frente al Estadio en el que, horas más tarde, se celebraría el concierto de Jean Michel Jarre.
Me deja bloqueado. Durante unos instantes me olvido de respirar, luego me cabreo ligeramente. Le coloco la punta del índice en el omóplato, cerca de la dorada curva del hombro.
-Perdona, pero sí eres la última. (Lista de cojones, me habría gustado decirle de no ser por la exquisita educación que me caracteriza).
No se vuelve pero me fusila de palabra, sin dar la cara.
-¡Listo de cojones!, escúchame con atención: uno, quita tu sucio dedo de mi hombro. Y dos, no soy la última. El último lo serás tú. So pavo.
Joder, me llama “pavo” y "listo" y, además, tenía razón la muy…
-Sí, sí. Soy el último respondo a un grupo que ya toma posiciones a mi espalda y que me distraen de mi intención de responder como merece a aquella estúpida engreída.
Ya apaciguado observo a la joven que, vista desde atrás, no es gran cosa. Es un palmo más baja que yo, muy poquita cosa. Llevaba una camiseta blanca, de esas con dos tirantes que dejan ver los pechitos de las señoras por los laterales, cuando no llevan suje. Y no lleva. La camiseta es cortita, no llega a la cintura- en mi opinión demasiado estrecha- como se quejaba Nerón asqueado de las damas romanas, y de las esclavas nubias, mientras acariciaba a sus efebos castrati.
Una especie de foulard de gasa multicolor, enrollado a las caderas le sirve de segunda piel hasta las pantorrillas. Tan tenue y gaseoso es el tejido que, a impulsos de la brisa, se alza de vez en cuando y me permite ver su muslo derecho hasta cerca de la cintura. Me pregunto si, al igual que ha olvidado del suje, habrá omitido la protectora compresa, con o sin alas, en su diminuto sexo (ignoro qué me hace suponer que será como ella, una miniatura).
Recibo un fuerte empujón en la espalda y me revuelvo airado para comprobar que, en unos instantes, se han colocado varias docenas más de personas en cola. Una cola que a cada instante, es más imprecisa, se mueve como un dragón chino, a la espera de que, tres horas más tarde, abran las taquillas.
-Perdona, me han empujado- trato de mantener la distancia sin lograrlo, la presión por detrás es notable. Su culo, respingón, se incrusta en muy mal sitio, justo frente a mis bajos, donde residen mis más nobles instintos, a los que no siempre puedo controlar. ¡Maldita sea! La raja de su culo me está poniendo como la caldera de una locomotora de vapor, en ebullición.
Hay un momento de calma y la gran cola permanece quieta, lo que me permite percibir sobre mi esternón un ruidoso suspiro y el leve peso de su espalda, se está poniendo cómoda, a mi costa. Mantiene los brazos doblados y las manos cogidas delante, sus codos hacen como de contenedor, me encuentro en su interior intentando no respirar, pensando en lo desagradable que las llagas de los leprosos, no es que me atraiga el tema, pero me parece una forma de evitar que el miembro continúe creciendo en la hendidura de las nalgas de la antipática que… ¡Que nalgas más ricas!, que cuello tan dorado al sol, ¡como huele su coleta de caballo!, con la que me fustigaba con frecuentes y nerviosos movimientos, semejantes a los de una jaca jerezana en el albero.
Me parece notar que su cabeza se inclina ligeramente hacia atrás  reposando sobre mi pecho. Estay un poco asustado, si se la ocurre ponerse a gritar que le estoy arrimando, sin querer, la sardina… me puede montar un pitote de miedo.
-Esto no se mueve murmuro en su oído con voz ronca- tengo su nuca apoyada en mi clavícula- intento distraerla, evitar que se percate de aquella dureza insolente que separa sus nalgas sin mi permiso, y sin el suyo.
No me responde pero mi susurro enronquecido toca alguna fibra sensible en su esqueleto porque vibra con una sacudida electrizante. Sin querer presiono, con un ligero golpe de caderas entre sus glúteos y la cabeza del montaraz miembro se adentra un poco más en el canal.
De repente inicia un rítmico baile, eso me parece, se levanta alternativamente sobre un pie y luego sobre el otro provocando una rotación que toma como epicentro el poste, que se introduce a cada movimiento un poco más, hasta que la tela del pantalón, amplio y ligero dada la estación, le contiene.
Aquel vaivén es más de lo que puedo soportar, sin querer coloco ambas manos en sus caderas, de auténtica seda china me parecen al tacto, y trato de acompasar sus rotaciones con mi golpes de cintura de forma que aquello ya se parece a lo que no debe ser, en plena cola, con cientos de testigos, a pleno sol. ¡Qué vergüenza!
Temo su reacción, pero no pasa nada, coloca su manos sobre las mías y las dirige hacia delante, y hacia arriba. La entiendo, cuando llego a las duras esferas que bailan solas bajo la camiseta, las apreso con prevención, pude ser una trampa para ponerme en ridículo ante toda la cola, pero se deja caer hacia atrás y ronronea como una gata de angora en celo.
Sus pezones son muy pequeños, me sorprende esta reflexión en semejante trance, pero me digo convencido que necesita muchas sesiones de ansiosos chupetones para desarrollar su tamaño idóneo.
Perdida la prevención deslizo la lengua por su cuello y de un lametón me llevo un kilo de miel de su piel tostada al sol.
Siento sus manos en mis caderas, se mueven hacia mi paquete, llegan allí y, con una habilidad sorprendente, encuentran la cremallera (con lo que me cuesta a mí a veces), sus dedos tiran del zip bajándola. ¿Qué vendrá a hora?, me pregunto pelín sorprendido.
Pronto lo supe, introduce sus dedos y con cierta dificultad encuentra lo que busca, lo dobla hasta casi partirlo y lo extrae, lo aprieta con fuerza un par de veces de forma que a punto estoy de vaciarme allí mismo, como un quinceañero. Luego me deja a mi aire, tira de la gasa que la envuelve y tras dejar al aire sus nalgas, se aprieta de nuevo contra mí.
Esta vez mi ansioso primo resbala entre las nalgas, hábilmente separadas, hasta salir por delante. Dejo un momento los maltratados pezones y baja mis manos por su pubis y allí, bajo la tenue tela de la falda, se esconde la feroz cabeza. No exagero, puedo sentir los pegajosos labios de una vulva derretida y, cosa extraña en estos tiempos, cubierta por un insondable matorral de pelo. No lleva nada debajo de la nada de gasa.
Es cosa de prestidigitador, con los dedos hago retroceder al cabezón hasta que encuentra la depresión, la entrada al paraíso y, de golpe profundiza con toda confianza, sin llamar antes un par de veces, como habría hecho el cartero.
La joven antipática inclina un poco la cintura hacia delante, es muy sabia, así se hace con todo de golpe.  Sus nalgas se funden a mí, sus manos se agarran a mis costados y tiran, quiere más y más deprisa pero… ¿cómo me pongo a darle envites a la criatura en presencia de quinientos colistas? Además, así no puedo seguir, está colgada de mí, del miembro, que la mantiene a cinco centímetros del suelo, sus pies no llegan a tocar tierra.
¿He dicho ya que parece una tipa muy sabia? Lo es. Consciente de las dificultades recurre a un viejo truco, se hace la niña coja, es decir apoya un pie en tierra y el otro lo enrosca detrás de mi rodilla, así ya puedo darle leña. Se mueve hacia adelante empujando a los que la preceden en la gran cola- busca su reacción, ¡que lista es!- y aquellos devuelven el empujón clavándola literalmente a mí. Me dejo ir hacia atrás y los traseros me empujan hacia delante…
Toda la cola se mueve, y el pistón resbala una y otra vez en el angosto túnel. Todos nos movemos un buen rato hasta que la antipática niña se cansa del juego (creo que se corrió tres veces antes que yo), deja caer su pierna "coja" al suelo y, con aquel movimiento, me expulsa del paraíso. La abrazo por la cintura y hundo mis fauces en su cuello, me la comería cruda.
Me soporta unos instantes, luego se separa con desdén, arregla su falda y, a codazos, se abre paso saliendo de la gran cola.
-¿Espera, dónde vas?- me quedo pasmado, no sé qué toca hacer- ¿y las entradas?- no se me ocurre otra estupidez, bastante tengo con intentar colocar en su sitio al montaraz miembro que ahora corre el riesgo de ser visto por el resto de la cola.
-¿Qué entradas, listo?- ya me llevo lo que había venido a buscar.
Juro que su risa me da frío. Ahora sé qué es sentirse un hombre "objeto".


©Scila/2009



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