El pensamiento que me invade es tan intenso que lo expreso con rabia en voz alta y al escucharme me sorprendo. Es una frase disparatada. Estas fechas tienen algo que las convierten en días especiales, hasta para una agnóstica como yo. Pero, por lo que supone sentarse alrededor del árbol o de una mesa plena de exquisiteces con familiares, amigos... o amantes, me irrita especialmente este año.
Hace una semana que me abandonó y hoy día de Nochebuena y víspera de Navidad estoy sola. Tan sola como ayer pero muy sola en una ciudad en la que todo el mundo salta y baila, todo el mundo canta rodeado de amigos, de familiares o... con sus amantes. Estoy más sola que nunca, más sola que nadie, en esta casa en la que fuimos felices hasta el pecado. Debería prohibirse ser tan feliz y hacérnoslo pagar tan caro a posteriori.
No encenderé la chimenea, vivo en un pequeño adosado de dos plantas y he optado por la calefacción central, no quiero dificultar el acceso de Papá Noel o de cualquiera de los barbudos Reyes Magos si me traen alguna cosa, aunque sea un nuevo vibrador más sofisticado que el cepillo eléctrico dental.
Me he vestido para dormir, más que para cenar. No tengo hambre, ni ganas de cocinar sólo para mí. Un ligero camisón y su correspondiente bata envuelven mi cuerpo tras la ducha relajante, nada más soporta mi piel hoy. Me siento frente al televisor y aunque no veo qué hacen las voces las risas y la música me adormecen, contribuye la medio vacía botella de excelente cava, muy seco y frío, que me he bebido. Dejo la copa sobre la mesa y vuelvo a dejarme caer cuan larga soy, y lo soy mucho, sobre la espalda en el mullido sofá de plumas.
El champagne, el murmullo del televisor y la agradable temperatura me adormecen durante un tiempo hasta que un ruido inoportuno y molesto me despabila. A pesar de intentarlo no puedo moverme. La lasitud, la relajación de mi cuerpo me impide hacer ningún movimiento alguno. Mantengo un brazo doblado sobre la cara y el otro caído a mi costado, una pierna ha resbalado del sofá y el pie descansa sobre la mullida alfombra.
Con esfuerzo entreabro un ojo, el único que tiene campo de visión bajo mi antebrazo y junto al árbol, al lado de la chimenea, observo la causa del ruido que me ha despabilado: un tío vestido de rojo- de rojo y blanco- se sacude el hollín junto al hueco de la chimenea. No puedo verle entero mi brazo me lo impide, pero al tiempo evita que el intruso sepa que le observo. Es un hombretón de metro ochenta y pico. Viste un pantalón ajustado de color rojo y una casaca o túnica del mismo color que le llega casi hasta las rodillas. Un grueso cinturón de cuero se ciñe en la cintura y cubre los rojizos cabellos con un gorro terminado en una bola blanca. Es decir, se me ha colado por la chimenea un tipo disfrazado de Papá Noel. ¡La madre que le parió!
¿Qué buscará en mi casa este tipo el día de Noche Buena, víspera de Navidad? Hace años que no creo en los Reyes Magos mucho menos en el tío de los renos. Termina de sacudirse y mira a su alrededor con curiosidad, tras unos instantes repara en mí despatarrada sobre el diván y el santo varón, suponiendo que lo sea, muestra un gesto raro en un santo. Sé cuando alguien está calentándose a mi costa, lo sé. El tipo se congestiona por momentos, mi cuerpo serrano semidesnudo le distrae de su sagrado deber, el reparto de regalos, digo yo que será ese su deber no quiero pensar que se trata simplemente de un asaltador de chicas solas por Navidad.
A su espalda, colgando de la chimenea hay un gran espejo, una pieza de la que me siento orgullosa, por su excelente factura y el magnífico marco que le sustenta. Allí puedo verme en parte, y lo que veo me hace comprender que durante mi corto sueño el camisón, algo raquítico debo reconocerlo, se ha desplazado hacia arriba y le muestra al simpático hombre de rojo un primer plano de mi sexo (menos mal que como no me lo depilo permanece algo oculto por el tupido y ensortijado vello púbico), gracias a la ocasional apertura en forma de compás de mis muslos sobre el sofá. Me sonrojo un poco creo.
¿Qué hacer? Si junto los muslos y me bajo el camisón se dará cuenta de que estoy despierta y a su merced, y si no me cubro… ese poderoso latido del pantalón rojo aumentará de frecuencia, de intensidad y de ganas de hacer cualquier cosa para aliviarse, es decir que querrá mojar, como si lo viese.
-¿Te molestaría mucho?, me pregunto con brutal sinceridad.
Soy muy lenta de reacción. El hombre vestido de rojo abandona el saco sobre la alfombra y desabrocha la hebilla del ancho cinturón luego se aproxima a grandes y felinas zancadas hacia mí. Mi único ojo entreabierto ve al hombrón de cintura hacia abajo, hasta las rodillas, justo unos pocos centímetros por encima de aquel tremendo latido de su pantalón rojo, rojo como los pimientos de la Vera que, como todos sabemos, son los mejores del mundo. Se arrodilla a mis pies y veo de cerca un rostro curtido por el sol y el aire o, simplemente, una cara más dura que el granito. Verle tan cerca de mí ubicado ya entre mis muslos me produce un estremecimiento y no es frío. Se despoja de la casaca, y de lo que llevase debajo de aquella, y sus poderosos pectorales se muestran amenazadores y, al tiempo, deseables.
Sus manazas, del tamaño de las garras de un oso gris, se posan con inesperada delicadeza sobre mis muslos y, sin transición, algo cálido, húmedo, y suave como un reptil, moja mis rizos. Separa lentamente con su lengua mis labios mayores, y menores, y se hunde hasta donde pudo, y pudo mucho. Suspiro en voz queda y espero acontecimientos no es cosa de ponerme a gritar justo cuando la lengua- supe enseguida que no era una cobra del desierto-, una lengua harpada como la de los jilgueros que anuncian la llegada de la Aurora de rosáceos dedos me está horadando allí donde más gusto puede darme. Este tipo sabe hacer las cosas como toca. Finjo seguir dormida no vaya a asustarle con mi brusco despertar y corte su imaginativa maniobra. Sin querer dejo caer un poco más mi muslo derecho para facilitar el acceso de la lengua rica, rica, de Santa Claus…
Cuando sus manos, grandes y cálidas, se deslizan sobre mi vientre hasta mis pechos y envuelven con delicadeza mis pezones no puedo reprimir un ahogado ronquido, un estertor de placer. Mis labios se secan y mi lengua sueña ya con enroscarse alrededor del hermoso glande que sin duda viene incluido con el regalo de Santa Claus: ¡Mi polvo de Navidad!
-Feliz, feliz Navidad, nena-, me digo para darme ánimos ante la gustosa e interminable noche que- seguramente- me espera bajo el peso del robusto dueño de los renos que pastan ya en mi jardín, sin duda.
© Scila/drh.
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