22 ago 2021

La prima Montse.

Son ya casi las siete de la mañana y, de repente, soy consciente de la urgencia con la que mi vejiga exige vaciarse. Todavía adormilado y con los ojos entornados por el sueño camino descalzo por el pasillo. La puerta del water aparece entreabierta y deja escapar un haz de luz de su interior. Maldigo al despistado que se ha dejado las luces encendidas toda la noche.

Mentalmente paso lista de los usuarios de esta parte de la casa buscando culpables: mi hermano mayor no, está de viaje. Mi madre usa el water pequeño y no aparece por esta zona. Mi hermanita pequeña, trece años, y yo. Un chispazo ilumina las sombras de mi memoria: desde ayer tenemos una invitada, mi prima Montse, se quedará una semana con nosotros.

Montse siempre ha sido, o eso me parecía a mí, una niña antipática,  larguirucha, huesuda, pecosa e imprevisible de carácter. No obstante, al verla llegar ayer, con sus recién cumplidos dieciséis añitos tuve la impresión de que ha cambiado, y mucho. Me pareció mayor que yo, cuando le saco casi tres años.

Durante el baño en la piscina mostró en todo su esplendor la explosión de su adolescencia. En insignificante bikini no ocultó ninguno de sus encantos, de sus perfectas proporciones. Apenas fui consciente de la cara de lelo, con el belfo caído, que adopté mientras la observaba nadar, tirarse de cabeza al agua, o relajarse sobre la mullida toalla calentándose al sol.

Me sorprendió el cambio de la prima Montse. Se esfumó mi malestar al enterarme de que habríamos de soportarla durante una semana en casa, incluso llegué a pensar que por mí podría quedarse todo el mes.

Asomé con precaución la cabeza en el baño y no me sorprendió comprobar que la culpable de las luces encendidas era ella, la prima. Suspiré deslumbrado por la escena que descubrí: sobre la taza del water la prima permanecía sentada, con los muslos muy abiertos y la diminuta braguita colgando sobre los tobillos. Una imagen tórrida que me afectó de inmediato. Las piernas abiertas y las braguitas colgando era sin duda la foto fija preferida por cualquier pajillero.

La leve camiseta de tirantes mostraba los globos agitados de sus pechos, agitados por el cadencioso movimiento de su mano derecha que se introducía entre los muslos subiendo y bajado. Mantenía la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos entornados y los labios entreabiertos dejando escapar leves quejidos de placer a medida que su mano adquiría más velocidad. Su lengua rosada y húmeda mojaba los resecos labios de tanto en tanto.

No pude aguantar más, avancé un par de pasos en el interior, me ofrecí a ayudarle, como un caballero.

-Prima, ¿te ayudo?- abrió un poco sus ojos y clavó en mí una mirada inescrutable.Pero no me miraba a mí, miraba la tremenda erección de mi pijama. 

-¿Cómo puedes ayudarme primo?- su voz chispeante y cantarina me sonó como la de un camionero con resaca.

-Cómo tú quieras, prima, como tú quieras- seguí avanzando hacia ella consciente del tremendo poste que bajo las rayas del pijama le apuntaba directamente.

-Continuará.

13 nov 2013

La uña del alacrán



Relato casi cierto dedicado- con todo afecto- a Joan Carles Olivares.




-“La uña del alacrán se agita amenazadora al extremo de su cola enhiesta. Camina veloz bajo el sol abrasador. A intervalos se detiene, duda, cambia de dirección, busca una sombra protectora, continúa su rápido caminar sobre las patas, semejantes a las de un exquisito cangrejo de río, pero el ponzoñoso apéndice curvado sobre la espalda desmiente de inmediato la comparación”.
Andrés aparta la mirada inquieta, asustada, de la lámina coloreada colgada por Don Serafín en la pizarra. Observa a través de la ventana, el cadencioso y agitado vaivén de las ramas, verdes y frescas, de las acacias. Pero no puede evitar que la voz de rapsoda del maestro penetre en sus oídos, en su cerebro, y se mezcle con la imagen ampliada del terrorífico y venenoso bicho.

En las dunas, cerca de la costa, cuatro pequeñas tiendas Igloo ponen una nota de color en la escasa vegetación. Tres de las tiendas tienen las cremalleras bajadas, pero una de ellas no y por la puerta asoma la peluda pierna de un hombre. Cerca del pie corretea indeciso un alacrán al que llama la atención el movimiento del dedo gordo del pie que asoma de la sandalia. El hombre descansa recostado sobre una colchoneta en el interior. Agita los dedos con delectación y el movimiento es interpretado como una amenaza. Con velocidad de vértigo sujeta con sus pinzas al “enemigo” y, curvando al máximo la cola, clava la uña profundamente en el dedo. La retira con la misma velocidad y trata de alejarse pero el hombre lanza un grito de dolor incorporándose de súbito, se mira el dedo y descubre al arisco invitado alejándose. En un acto reflejo recoge una bota del suelo y con la suela le propina un golpe, no le mata pero le atonta, impidiendo que se oculte bajo la arena.
-¡Me ha mordido, me ha mordido el escorpión!- le grita a su compañera.
-¿Estás seguro?- pregunta la joven incorporándose junto a él.
-Y tanto, mira ahí está. Métele en un frasco, el médico necesitará verlo. Tienes que llevarme a un hospital, no sé qué tipo de veneno me habrá inoculado.
Han pasado años, pero Andrés recuerda con absoluta nitidez las imágenes y las palabras del maestro sobre el alacrán. Observa preocupado como su dedo engorda, crece. A su cerebro llegan ondas de dolor, a cada instante más insoportable, junto con preguntas tontas cómo:
-¿Será muy venenosa esta especie? ¿Qué margen de tiempo tengo para ser atendido? ¿Habrá un hospital cercano? ¿Tendrán un antídoto? ¿Cuánto tardará en afectar al corazón? ¿Paralizará mi respiración? ¿Será una muerte jodida, dolorosa y jodida, además de estúpida?
Entre tanto la joven actúa con celeridad y eficacia, acerca la boca del frasco de vidrio y con dos hábiles movimientos introduce en su interior al arácnido que se oculta bajo la sal, excepto el pérfido aguijón que muestra maligno, amenazador.
-¿Qué quieres que hagamos, cielo? Los demás pueden tardar en volver, han bajado al rio. Habíamos quedado en suspender los trabajos de excavación y tomarnos el día de fiesta, así que estamos solos.
-El dolor me está matando, el veneno se desplaza hacia el tobillo, deberíamos salir disparados y buscar un hospital pero no sé en qué dirección, ni si dispondrán de un antídoto. Por otra parte, conducir así no me atrevo, me afectará a la visión, a los reflejos... qué sé yo.
-Puedo conducir yo. Pero hay que hacerte un torniquete para impedir que avance el veneno- con un fino pañuelo de hierbas realiza un torniquete por encima del tobillo.
-Eso no tiene sentido, cariño, en diez minutos habrá que quitarlo, un torniquete contiene el riego sanguíneo, puede evitar una hemorragia temporalmente, pero si no se restituye la circulación sanguínea...

Continúan sentados sobre la colchoneta, en el interior de la pequeña tienda. Forman pasrte de un pequeño grupo de arqueólogos procedente del vecino país, aficionados al 4x4. Están explorando un yacimiento arqueológico en las proximidades de las dunas, junto a la playa. Al lado de las rumorosas y espumeantes olas, azul turquesa, del Atlántico. Durante la noche, tal vez atraído por el calor de sus cuerpos, el escorpión penetró en la tienda y por la mañana, al despertarse Andrés y mover el pie le asustó y, de inmediato, clavó su dardo venenoso.
-Cariño, recuerdo que oí hablar de una solución muy eficaz. La única que tenemos a mano. Es segura y no necesita de médicos. Se la oí contar a mi viejo profesor, según él salvó la vida a muchas personas.
-¿De qué se trata? Si es tan eficaz pongámoslo en práctica- apoya de inmediato la joven.
-Antiguamente no había antídotos, las mordeduras o picaduras se producían en el campo y la única manera de salvar la vida era que una persona succionase el veneno de la picadura, escupiéndolo de inmediato y volviendo a succionar hasta eliminarlo. Así la cantidad absorbida por la sangre era escasa y se contrarrestaba por el organismo. Si te parece, aprovechando que con el torniquete no se ha expandido todavía, podrías proceder.
-Pero, cielo, si te duele tanto el pie, y te ha paralizado los dedos ya... ¿qué le pasará a mi boquita, a mis labios, a mi personita...? ¿Has pensado que puedo morir envenenada sin haberme picado a mí? Tal vez si te inclinas un poco, y tiras del pie hacia arriba llegues tú mismo, y puedas succionar la picadura, total ya estás inoculado, no correrías más riesgo.
-Cariño, yo no puedo hacerlo, no llego al pie, no soy una atracción de circo que se doble como si fuese de goma y, mientras discutimos, el tiempo pasa y la cosa puede ser irreversible. ¿Puedes hacer eso por mí, cielo?
-La culpa es de la cerveza, te gusta demasiado, y la buena mesa. Claro esa curva de la felicidad te impide salvarte a ti mismo y tienes que pedirme a mí que arriesgue...
-A ver cariño, te lo explicaré de otra manera: si el veneno me afecta, si el veneno paraliza mi corazón, puedes quedarte sola, de repente, a dos mil kilómetros de casa. Sin trabajo, con dos hipotecas, con un elevado número de facturas pendientes de pago. Y te agrada vivir bien, y gastar sin límites. Gastos que pago yo. Como tus tratamientos, tus caprichos, tus antojos... Te conviene ayudar a que esto quede en un incidente, por todo lo dicho y porque me amas ¿No es cierto, mi vida?
-Claro que te amo, mi cielo- toma una caja de toallitas húmedas y limpia el dedo y los alrededores de la picadura, se inclina y colocando los labios como una rosada ventosa alrededor succiona, al tiempo que presiona suavemente desde atrás con ambas manos haciendo retroceder el veneno hacia el dedo. Retira la boca y girándose escupe a un lado. Con una toallita limpia sus labios y lengua. Se inclina de nuevo y reanuda la succión con el máximo interés. Andrés se retuerce de dolor, se deja caer de espaldas tratando de soportarlo.
Le enternece observarla inclinada, con el grueso dedo introducido en la boca, chupando una y otra vez con delectación.
Recuerda que en ocasiones usa ese mismo punto para ponerle a cien. No acierta a entender cómo pueden venirle a la mente recuerdos tan... tan sensuales en una situación tan dramática. Hasta que repara en algo absolutamente irracional, increíble. A medida que el dolor provocado por el veneno aumenta; a medida que los latidos amenazan con romper las venas y arterias de su pie, esos mismos latidos, esa disparatada inflamación que ha duplicado el tamaño del dedo gordo del pie está repitiéndose en otro lugar, entre sus muslos.
El miembro salta literalmente, duro, encabritado como un caballo salvaje, incontenible, brutalmente enhiesto, a punto de estallar, escapa del pequeño slip mostrándose como un monstruoso áspid, dispuesto a atacar, a escasos centímetros del rostro de la mujer que, aplicada con la picadura no repara en la situación, de momento.
-Cariño, tienes que soltar el torniquete, no contiene la expansión del veneno, pero me está matando, el pie está azul por la falta riego.
-¿Cómo sabes que no lo frena?- responde tras escupir lo que supone últimas gotas de veneno.
-Sencillamente, porque estoy percibiendo los efectos a mucha distancia de la picadura, mira- le muestra el miembro azulado, tieso como una barra de acero.
-¡Ostras! Cariño, “eso” no es tuyo, ¿qué te ha pasado? Estás... estás... mucho más grande y duro y... de lo habitual.
-Tengo leído que podría ser un efecto colateral del veneno, un efecto neurológico. Me temo que tendrás que cambiar de “picadura”, ahora es más urgente rebajar la inflamación de tu “amigo”, si sigue creciendo reventará como un globo, creo que me duele más que la picadura del pie. La mujer observa alternativamente el dedo y el falo y, finalmente la cara de su pareja, en la que no ve signos de lo que parece una colosal tomadura de pelo.
-¿En serio quieres que cambie de “dedo”? Comprenderás que a mí me agrada más ese que éste.
-Si cariño, es necesario, esto es más urgente, intenta extraerle el “veneno”, como tú sabes, luego nos ocuparemos de la maldita picadura.
Abandona el pie y se apodera con decisión del portentoso cetro que parece tener vida propia en su mano. El ojo central la observa maliciosamente. La joven se aplica con entusiasmo a la tarea. Ensaliva totalmente el tronco desde la base hasta el enrojecido glande, trata de absorberlo en su boca sin lograrlo, demasiado tamaño, demasiada rigidez.
-Mi amor, esto no me cabe. ¿Qué has hecho para duplicar su tamaño? ¡Es un milagro!- parece muy satisfecha del anormal aspecto del miembro.
-Inténtalo, amor, tú puedes. O recurrimos a tu otra boquita, seguro que no pondrá reparos- con dedos hábiles tira de las braguitas de la joven, inclinada de nuevo sobre él, dejando al descubierto las nalgas y, entre éstas el sexo, afeitado. Sus dedos impacientes juguetean con los labios de la vulva que se abre lentamente como un girasol con la luz del amanecer.
El miembro aumenta su dureza, las arterias hinchadas culebrean por la superficie, las manos delicadas y mojadas en saliva suben y bajan arrancando suspiros del paciente que, de vez en cuando, salta hacia arriba impulsado por un invisible muelle.
-Cielo, creo que deberías subir, colocarte sobre él y dejarte caer. No aguanto más, va a reventar- la anima a colocarse a horcajadas sobre su pelvis al tiempo que mantiene en posición el falo cuya descomunal cabeza se abre paso lentamente separando los gruesos labios y adentrándose en la vagina que le recibe con un río de aromáticos geles lubrificadores.
-Me mata de gusto tu “menhir”, pero tengo miedo. “Esto” puede abrirme en dos, como un melón maduro- murmura con un ronroneo de gata en celo. Se deja caer con un profundo suspiro. Las paredes húmedas de la vagina se contraen gustosas al ser empujadas por el tremendo ariete que se abre paso hasta lo más profundo.
Andrés sujeta los pechos que oscilan alocadamente sobre él. La mujer cabalga con brío, olvidándose del riesgo de ser ensartada por la poderosa lanza que la perfora una y otra vez. Se eleva para dejarse caer de nuevo, clavándose hasta la base, sin dejar un centímetro fuera de su voraz vagina. Sus ronroneos son ya gritos desesperados en pos de una orgasmo demoledor, cuando lo alcanza explota como un obús. Trata de dejarse caer desmadejada hacia delante pero la tremenda barra sigue dura e inflexible y se lo impide.
-Creo que es el momento, ahora podrás extraer el veneno, mi vida- obediente se deja caer de lado. La vagina suspira de forma ruidosa al quedarse de repente vacía. Toma el miembro húmedo entre sus manos y logra engullirlo profundamente, le dedica todo tipo de caricias, su lengua sabia y dulce no descansa hasta que las brutales contracciones le indican que ha llegado el momento: el “veneno” está a punto de brotar. Con una mano sostiene los pesados testículos, llenos a rebosar, y con la otra continúa su labor hasta que, cual explosión pirotécnica, un geiser en forma de palmera explota, lanzando a lo alto su carga.
Momentos más tarde escuchan la llegada de sus compañeros, se visten y tomando el frasco con el alacrán se dirigen al coche. Cuentan lo sucedido a grandes rasgos a sus compañeros y se alejan a la búsqueda de un médico que aporte el antídoto necesario. Ya en el coche, mientras conduce atentamente pregunta la joven:
-Cariño ¿Nos podremos quedar con el animalito?- utiliza su vocecita más ingenua.
-Todavía está vivo, es muy peligroso. ¿Para qué quieres tener un bicho así, para que me pique otra vez?
Tras hacer la pregunta se arrepiente de haberla hecho, la sonrisa pícara en el rostro de la joven le permite adivinar la posible respuesta.
-Para nada, cielo, para nada.

©Copyright: Diego R.Herrero

Agosto’2013

2 sept 2011

Tu espalda y la ventana

Mientras leo, o releo, este viejo libro de gastadas tapas de piel- las obras completas de don Vicente Blasco Ibáñez- disfruto de la calidez del fuego en la chimenea. Percibo el leve aroma de la copa, amplia como un cáliz, medio llena de brandy añejo que, a veces compartimos, que ahora reposa sobre la mesita baja, de taracea. Si levanto la mirada del libro tropiezo con su imagen, que me produce un chispazo de deseo y un plácido sentimiento de afecto, de ternura.
La ventana: ella y la ventana siempre. Esa ventana que compone un marco para su contorno. Un retrato que me permite ver su espalda y, más allá, la helada belleza de la nieve cubriendo el horizonte. Esa parte dorsal representa la perfecta conjunción de líneas de imposible reproducción, una espalda que se inicia con el final del cuello más esbelto y armónicamente torneado jamás contemplado por mis atentos ojos de eterno, y curioso, mirón.
Los omóplatos se perciben bajo la tenue gasa azulada del camisón que permite ver su piel. ¿Qué puedo decir de su piel? Es hermosa, suave, cálida, olorosa y… oscura como el más preciado chocolate. Y como éste, dulce y aromática. Bajo ella late la pasión, la fuerza de una máquina perfecta. Su afición al deporte, sus interminables horas de entrenamientos, han forjado un potente esqueleto cubierto por la más hermosa red de músculos, tendones y curvas que un excelso escultor podría soñar como modelo incopiable, como límite inalcanzable de perfección.
Las líneas descienden con gracia, con levedad; se unen en la cintura, firme pero estrecha, musculada y flexible, como los juncos del Tigris. Unas manos milagrosas dieron forma de ánfora griega a sus caderas de adolescente, semejantes a dos asas de oscuro ébano a las que asirme en los instantes de pasión, dos inigualables puntos de apoyo para perseguir sin prisa, pero sin pausa, la cima mística del orgasmo.
Y ese, ya de por sí hermoso cuerpo, esa perfecta escultura, se sustenta sobre dos muslos a los que no me atrevo a describir. Decir que son perfectos es no decir nada, su perfección está más allá de las limitadas palabras. Descienden desde las nalgas- duele ver tanta belleza en la medida en que obsesiona- y se estrechan para formar la articulación de las rodillas. Un juego de luces y sombras, de zonas más oscuras y puntos donde la piel brilla como los fuegos fatuos de San Telmo, configuran esa zona, inicio impreciso de las piernas para, enseguida, ensancharse y adoptar la definida forma de los gemelos. Un nuevo y preciso torneado que finaliza en los finos tobillos, finos y fuertes como los de la más hermosa yegua mustang, devoradora de millas en las eternas praderas de Manitoo. En mi precipitada y desinteresada observación he pasado por alto un detalle orográfico importante, la brusca depresión, la brutal hendidura en el nacimiento brusco de sus nalgas, dos perfectas medias lunas tintadas de negro azabache, una depresión que marca el alucinante acceso posterior al negro abetunado de su esfínter, lugar de encuentros casi prohibidos, punto de reflexión e intrusión, alojamiento solicitado y obtenido, a veces. Un lugar del que no quieres salir, totalmente, una vez aposentado. Y debajo, tan próximo que a veces, sin quererlo, te equivocas… la apretada sonrisa vertical de una vulva diseñada meticulosamente para gustar, para seducir, para provocar adicción eterna.
Ésta, mi última reflexión, es sin duda la causa de que el libro, resbale de mi mano, la causa de que mi pulso sereno se altere y mis pasos me acerquen, silenciosamente, a la ventana. Contacto levemente con sus nalgas que me reciben sin algaradas, pero con afecto y calor. Apoyo ambas manos en el marco de la ventana y hundo mis fosas nasales en su pelo, cerca del cuello, cerca de su oído, y murmuro palabras, palabras misteriosas, palabras de roncos sonidos, de apresuradas urgencias, de musicales demandas. Palabras encantadas que la convencen, que derriban resistencias, que evitan el: “no, no, ahora no…” por ejemplo.
Mi cerebro se inunda de su olor. Juro que huele profundamente a chocolate fundido, a chocolate negro virgen, sin aditivos. Quizás también a chocolate del otro, quizás por eso su olor, el aroma inconfundible de su piel de hermoso color ébano, produce en mí una sensación de bienestar, de placidez, similar al de un buen porro.
Sin querer deslizo mis labios- de repente secos, ávidos- por el terciopelo de su cuello hasta el hueco de la clavícula. Allí permanezco tranquilo, pero no inactivo, durante horas, posiblemente. ¿Quién desearía huir de semejante refugio? No huyo, no por valentía, si no por puro gusto, por pura gula de gourmet incontinente.
Las vibraciones de su cuerpo, como un muelle de acero inoxidable, me alertan de mis excesos y me alejo de la zona con pesar, trasladándome a otro punto próximo, ubicado justo entre el final del pabellón auricular y el inicio de la mandíbula. Es un diminuto rincón en el que apetece detenerse algún tiempo. Uso mis labios y mi lengua y mi saliva para testimoniar, una vez más, mi admiración por la perfección de sus recovecos, sus huecos, sus depresiones orográficas, en las que dejarse caer es un acierto más que un accidente.
Me sorprendo cuando recapacito y recuerdo que puedo estar así mucho, mucho tiempo y, sin embargo, mis manos impacientes esperan relajadas, aparentando indiferencia. Apoyadas en el alféizar de la ventana, cuando podrían, deberían y querrían ocuparse de, por ejemplo, moldear a mano esas esferas divinas que son sus senos. No, no voy a describirlos, además de ser imposible, podría despertar la libidinosidad de lectoras y lectores, cosa que pretendo evitar, por el bien de sus almas pecadoras.
Las deliciosas nalgas de O’kume responden a mis atenciones con leves palpitaciones, con suaves e involuntarios roces sobre mi pelvis, y eso levanta perceptiblemente un muro entre ambos. Aquel muro crece y crece y eso nos aleja, impide el necesario contacto, de modo que- otra vez sin querer- dejo que el obstáculo se deslice por la hendidura ligeramente abierta, receptiva, de sus nalgas escurridas, duras como los tríceps de sus brazos cuando se enroscan en torno a mi cuerpo desentrenado y lo trituran como si fuese de mantequilla. Cuando el obstáculo desaparece en el abismo de sus nalgas, nuestros cuerpos pueden reunirse de nuevo en un contacto más cercano, más afectivo.
Sus manos, sus manos merecen un capítulo aparte, no sólo por la perfección de su construcción, por la estilizada belleza de sus dedos, largos y finos y fuertes, también por la sabiduría que encierran, por lo que es capaz de hacer con ellas por mí, por mis inagotables necesidades de atención, de caricias, de sentirlas sobre mi piel, de gozar del delicado contacto con ellas. Sus manos se dirigen hacia atrás, sin girarse, y las coloca sobre mis caderas, sin apretones, sin violencia de su parte, pero me siento atado, sujeto, unido a su cuerpo como si me hubiesen soldado a él.
Inclina hacia atrás la cabeza dándome la oportunidad de deslizar mi boca por su cuello hacia la parte anterior, llegar a su barbilla, girarle ligeramente el cuello y alcanzar, por fin, las inmediaciones suculentas de sus labios plenos, mullidos, dulces, almohadillados, dúctiles, sabrosos, ricos, ricos…
Me está venciendo la impaciencia, el deseo de ir más a prisa. Me planteo seriamente la opción de separar mis manos de la ventana y jugar a ser Dios, jugar a remodelar aquel cuerpo sensual, adaptable al mío como un guante de látex, como si fuese posible mejorarlo, rediseñarlo sin perder en el cambio.
Opto por, sin pedirle permiso, bajar su tenue camisón hasta la cintura donde, al llegar a las caderas queda detenido. Tomo delicadamente sus brazos y los coloco uno a cada lado de la ventana, como los tuve yo hasta ahora. Y así puedo dedicar toda mi atención a recorrer de nuevo su cuello, sus hombros y su espalda, esa espalda única, irrepetible, comerla a besos, fundir mis labios con su piel, aspirar su perfume, embriagarme del aroma que expele, cada vez más intenso, a medida que también ella se excita, se interesa en avanzar en nuestras caricias y acceder a lugares cada vez más gustosos.
Tiembla como una yegua a punto de correr el Gran National, ligeros pero constantes estremecimientos agitan sus miembros finos y brillantes. Su garganta emite sonidos ancestrales, lujuriosos e impacientes. Quiere volverse, quiere bajar los brazos y anudarlos a mi cuello pero no se lo permito, hay que respetar el ritmo.
La precipitación nos ahorra muchos placeres a los que no debemos renunciar.
Con mi lengua humedecida en saliva construyo una autopista brillante desde la última vértebra cervical hasta el cóccix. Profundizo hasta donde sus nalgas me permiten y, luego las contorneo, lamo su cintura y… no puede soportarlo, se dobla como un junco, ríe y gorgojea como un coro de pájaros alegres. Se vuelve y me ofrece- sin querer- el anverso de su espalda. Tengo de repente- estoy en cuclillas- la visión próxima de un hermoso y recortado bosquecillo de rizos que cosquillean mi nariz.
El aroma derriba mi voluntad, inesperadamente, sin meditarlo hundo mi boca y nariz en la depresión formada por las columnas de sus muslos y, sin mascarilla de oxigeno, me lanzo a la sima a pulmón libre. Sus manos apoyadas en mi cabeza marcan el tempo
Hasta la lengua ha de manejarse con finura, puede ser dura y cortante como un arma y eso debe evitarse, separar sus labios es cosa fácil, tan sólo he de lamer el licor aromático que mana entre ellos y así se abren para mí como las nubes tras una tormenta para que luzca el sol. 
El placer indescriptible de pasear, arriba y abajo, mis papilas linguales sobre aquella carne sonrosada, tibia y olorosa acelera mi pulso, me vuelve impaciente. Absorbo una y otra vez el clítoris brillante y abultado hasta que O’kume, solloza, ruge como una pantera negra en la selva y me arrastra sobre la alfombra gritando.
-Ya, ya, ya…- y no puedo decir que no. No resisto ni un minuto más. Apunto entre sus muslos abiertos y la dolorosa erección se abre paso hasta el fondo de su vagina que me acoge babeando. Sus muslos rodean mis caderas y los talones se clavan como espuelas en mis riñones empujando más y más hacia su interior. Sus labios absorben como una ventosa los míos y, nuestras lenguas, se enlazan en un beso interminable mientras galopo sobre ella en pos de un orgasmo absoluto, interminable.


©Scila/2010

El concierto I


-Hola, ¿eres la última?- se gira y me observa por encima de las pequeñas gafas de sol. Dos pupilas, doradas como la miel de romero y los girasoles de Cuenca, me observan con descortés fijeza.
-No –responde  secamente volviendo a mirar al frente, a la interminable cola frente al Estadio en el que, horas más tarde, se celebraría el concierto de Jean Michel Jarre.
Me deja bloqueado. Durante unos instantes me olvido de respirar, luego me cabreo ligeramente. Le coloco la punta del índice en el omóplato, cerca de la dorada curva del hombro.
-Perdona, pero sí eres la última. (Lista de cojones, me habría gustado decirle de no ser por la exquisita educación que me caracteriza).
No se vuelve pero me fusila de palabra, sin dar la cara.
-¡Listo de cojones!, escúchame con atención: uno, quita tu sucio dedo de mi hombro. Y dos, no soy la última. El último lo serás tú. So pavo.
Joder, me llama “pavo” y "listo" y, además, tenía razón la muy…
-Sí, sí. Soy el último respondo a un grupo que ya toma posiciones a mi espalda y que me distraen de mi intención de responder como merece a aquella estúpida engreída.
Ya apaciguado observo a la joven que, vista desde atrás, no es gran cosa. Es un palmo más baja que yo, muy poquita cosa. Llevaba una camiseta blanca, de esas con dos tirantes que dejan ver los pechitos de las señoras por los laterales, cuando no llevan suje. Y no lleva. La camiseta es cortita, no llega a la cintura- en mi opinión demasiado estrecha- como se quejaba Nerón asqueado de las damas romanas, y de las esclavas nubias, mientras acariciaba a sus efebos castrati.
Una especie de foulard de gasa multicolor, enrollado a las caderas le sirve de segunda piel hasta las pantorrillas. Tan tenue y gaseoso es el tejido que, a impulsos de la brisa, se alza de vez en cuando y me permite ver su muslo derecho hasta cerca de la cintura. Me pregunto si, al igual que ha olvidado del suje, habrá omitido la protectora compresa, con o sin alas, en su diminuto sexo (ignoro qué me hace suponer que será como ella, una miniatura).
Recibo un fuerte empujón en la espalda y me revuelvo airado para comprobar que, en unos instantes, se han colocado varias docenas más de personas en cola. Una cola que a cada instante, es más imprecisa, se mueve como un dragón chino, a la espera de que, tres horas más tarde, abran las taquillas.
-Perdona, me han empujado- trato de mantener la distancia sin lograrlo, la presión por detrás es notable. Su culo, respingón, se incrusta en muy mal sitio, justo frente a mis bajos, donde residen mis más nobles instintos, a los que no siempre puedo controlar. ¡Maldita sea! La raja de su culo me está poniendo como la caldera de una locomotora de vapor, en ebullición.
Hay un momento de calma y la gran cola permanece quieta, lo que me permite percibir sobre mi esternón un ruidoso suspiro y el leve peso de su espalda, se está poniendo cómoda, a mi costa. Mantiene los brazos doblados y las manos cogidas delante, sus codos hacen como de contenedor, me encuentro en su interior intentando no respirar, pensando en lo desagradable que las llagas de los leprosos, no es que me atraiga el tema, pero me parece una forma de evitar que el miembro continúe creciendo en la hendidura de las nalgas de la antipática que… ¡Que nalgas más ricas!, que cuello tan dorado al sol, ¡como huele su coleta de caballo!, con la que me fustigaba con frecuentes y nerviosos movimientos, semejantes a los de una jaca jerezana en el albero.
Me parece notar que su cabeza se inclina ligeramente hacia atrás  reposando sobre mi pecho. Estay un poco asustado, si se la ocurre ponerse a gritar que le estoy arrimando, sin querer, la sardina… me puede montar un pitote de miedo.
-Esto no se mueve murmuro en su oído con voz ronca- tengo su nuca apoyada en mi clavícula- intento distraerla, evitar que se percate de aquella dureza insolente que separa sus nalgas sin mi permiso, y sin el suyo.
No me responde pero mi susurro enronquecido toca alguna fibra sensible en su esqueleto porque vibra con una sacudida electrizante. Sin querer presiono, con un ligero golpe de caderas entre sus glúteos y la cabeza del montaraz miembro se adentra un poco más en el canal.
De repente inicia un rítmico baile, eso me parece, se levanta alternativamente sobre un pie y luego sobre el otro provocando una rotación que toma como epicentro el poste, que se introduce a cada movimiento un poco más, hasta que la tela del pantalón, amplio y ligero dada la estación, le contiene.
Aquel vaivén es más de lo que puedo soportar, sin querer coloco ambas manos en sus caderas, de auténtica seda china me parecen al tacto, y trato de acompasar sus rotaciones con mi golpes de cintura de forma que aquello ya se parece a lo que no debe ser, en plena cola, con cientos de testigos, a pleno sol. ¡Qué vergüenza!
Temo su reacción, pero no pasa nada, coloca su manos sobre las mías y las dirige hacia delante, y hacia arriba. La entiendo, cuando llego a las duras esferas que bailan solas bajo la camiseta, las apreso con prevención, pude ser una trampa para ponerme en ridículo ante toda la cola, pero se deja caer hacia atrás y ronronea como una gata de angora en celo.
Sus pezones son muy pequeños, me sorprende esta reflexión en semejante trance, pero me digo convencido que necesita muchas sesiones de ansiosos chupetones para desarrollar su tamaño idóneo.
Perdida la prevención deslizo la lengua por su cuello y de un lametón me llevo un kilo de miel de su piel tostada al sol.
Siento sus manos en mis caderas, se mueven hacia mi paquete, llegan allí y, con una habilidad sorprendente, encuentran la cremallera (con lo que me cuesta a mí a veces), sus dedos tiran del zip bajándola. ¿Qué vendrá a hora?, me pregunto pelín sorprendido.
Pronto lo supe, introduce sus dedos y con cierta dificultad encuentra lo que busca, lo dobla hasta casi partirlo y lo extrae, lo aprieta con fuerza un par de veces de forma que a punto estoy de vaciarme allí mismo, como un quinceañero. Luego me deja a mi aire, tira de la gasa que la envuelve y tras dejar al aire sus nalgas, se aprieta de nuevo contra mí.
Esta vez mi ansioso primo resbala entre las nalgas, hábilmente separadas, hasta salir por delante. Dejo un momento los maltratados pezones y baja mis manos por su pubis y allí, bajo la tenue tela de la falda, se esconde la feroz cabeza. No exagero, puedo sentir los pegajosos labios de una vulva derretida y, cosa extraña en estos tiempos, cubierta por un insondable matorral de pelo. No lleva nada debajo de la nada de gasa.
Es cosa de prestidigitador, con los dedos hago retroceder al cabezón hasta que encuentra la depresión, la entrada al paraíso y, de golpe profundiza con toda confianza, sin llamar antes un par de veces, como habría hecho el cartero.
La joven antipática inclina un poco la cintura hacia delante, es muy sabia, así se hace con todo de golpe.  Sus nalgas se funden a mí, sus manos se agarran a mis costados y tiran, quiere más y más deprisa pero… ¿cómo me pongo a darle envites a la criatura en presencia de quinientos colistas? Además, así no puedo seguir, está colgada de mí, del miembro, que la mantiene a cinco centímetros del suelo, sus pies no llegan a tocar tierra.
¿He dicho ya que parece una tipa muy sabia? Lo es. Consciente de las dificultades recurre a un viejo truco, se hace la niña coja, es decir apoya un pie en tierra y el otro lo enrosca detrás de mi rodilla, así ya puedo darle leña. Se mueve hacia adelante empujando a los que la preceden en la gran cola- busca su reacción, ¡que lista es!- y aquellos devuelven el empujón clavándola literalmente a mí. Me dejo ir hacia atrás y los traseros me empujan hacia delante…
Toda la cola se mueve, y el pistón resbala una y otra vez en el angosto túnel. Todos nos movemos un buen rato hasta que la antipática niña se cansa del juego (creo que se corrió tres veces antes que yo), deja caer su pierna "coja" al suelo y, con aquel movimiento, me expulsa del paraíso. La abrazo por la cintura y hundo mis fauces en su cuello, me la comería cruda.
Me soporta unos instantes, luego se separa con desdén, arregla su falda y, a codazos, se abre paso saliendo de la gran cola.
-¿Espera, dónde vas?- me quedo pasmado, no sé qué toca hacer- ¿y las entradas?- no se me ocurre otra estupidez, bastante tengo con intentar colocar en su sitio al montaraz miembro que ahora corre el riesgo de ser visto por el resto de la cola.
-¿Qué entradas, listo?- ya me llevo lo que había venido a buscar.
Juro que su risa me da frío. Ahora sé qué es sentirse un hombre "objeto".


©Scila/2009



Acoso


Acoso

De un momento a otro llamará. Y tendré que levantarme, dejar lo que estoy haciendo y dirigirme a su despacho. Quién manda, manda. Y si además paga mi nómina… Pero eso no le da derecho a…
Ya sé que no tiene derecho sobre mí pero, ¿cómo me niego a sus imposiciones? Realmente no son exigencias, simplemente lo da por sentado, me pone entre la espada y la pared. Pero no puedo decir que me presiona, que me amenaza, que me fuerza.
No puedo decirlo pero me siento así, me siento en la obligación de aceptar lo que se me impone, no veo salida, salvo arriesgarme a perder el empleo, aunque sea un contrato temporal. Tan sólo hace ocho días que me lo renovaron y, será casualidad, pero veinticuatro horas antes consentí y, más que consentir, me empleé a fondo para que mi colaboración fuese bien valorada, que mi sumisión a sus deseos fuese recompensada con lo que más podía desear: la prolongación del contrato, seis meses más, de momento.
-Sí- el timbre del teléfono interrumpe mis elucubraciones- voy enseguida.
Es la llamada que temía. Ahora comprobaré si estoy en lo cierto, si me quiere a su disposición, si me utiliza para complacer sus necesidades de sexo, sus disimuladas apetencias de gozar con mi humillante sumisión.
Y yo seguiré debatiéndome en la duda, preguntándome una y mil veces si estoy haciendo lo que debo o, tan sólo, lo que me conviene. Pero, ¿me conviene aceptar esta situación? ¿Realmente me beneficia ser un capricho, un objeto que se usa y se aparta con un gesto cuando no se necesita, cuando se han satisfecho los inconfesables deseos?
Me incorporo con presteza, finjo un gesto amable y cortés en el rostro e, incluso, muestro una media sonrisa que supongo parecerá tan falsa como es.
Golpeo con los nudillos anunciando mi entrada y, abriendo la puerta del despacho, lujosamente amueblado, me adentro en los dominios de mi pesadilla de los últimos meses, tras cerrar a mi espalda.
No puedo evitar que mi sonrisa se amplíe con un rictus amargo al comprobar que mi cerebro ha tomado ya una decisión: aceptar lo inevitable, una vez más. Me detengo a un par de metros de la mesa observando la escena con ojo de fotógrafo. La mesa carece de tablero frontal por lo que no oculta lo que ocurre bajo ésta. La absoluta desnudez de cintura para abajo de su ocupante y sus manos, infatigables, manipulando incansables el sexo. No me sorprende, he visto esa misma escena en otras ocasiones, puedo prever cada fotograma de lo que me espera.
Siento un doloroso pinchazo en el pecho, pese a todo, pese a mis buenas intenciones… la escena me pone, me excita a mi pesar.
-¿Se puede saber qué le hace gracia, López? ¿A qué viene esa sonrisa estúpida?
Su voz, enronquecida, me arranca de mis pensamientos con brusquedad.
-Nada, nada- tartamudeo. Muestro un repentino rubor en mi rostro.
-No, si no me parece mal que se muestre alegre. Es estupendo que se sienta feliz y en disposición de pasar un buen rato o, al menos, de hacérmelo pasar a mí- ¡qué jeta tiene!, oculto mis pensamientos con sonrisa servil.
-Tengo que indicarle que esto… tengo que advertirle que esto no me parece…
-No se detenga López, hable, hable pero… por favor, métase bajo la mesa y comience con su "trabajo", quiero hacerle un examen, luego le puntuaré según sus habilidades. Espero que sea capaz de satisfacerme, cómo sabe tiene consecuencias beneficiosas en su contrato, en su carrera en esta empresa. Y no me venga con dengues, ni acoso, ni me aprovecho de mi situación, ni historias parecidas. Simplemente, le doy la oportunidad de comerse esto, algo con lo que no podría soñar si no fuese porque se lo pongo a huevo. ¿Me sigue, López?
Asiento y me arrodillo, camino a cuatro patas sobre la alfombra, me cobijo bajo el tablero de rojiza caoba. Sus muslos, abiertos de par en par, me esperan impacientes. Ha hecho un buen trabajo previo, su sexo presenta un enrojecimiento y una turgencia que me atraen como un imán. Tomo posiciones y, tras desnudarme a mi vez, consiento una vez más, acepto mi papel, mi pobre papel de acosado y hundo mis fauces ensalivadas en la densa mata de pelo. Aspiro con placer el olor a sexo empapado, separo los grandes labios de la vulva y permito que mi lengua sibarita se adentre en la vagina, inundada.
Así comienza siempre mi visita al despacho de la Consejera Delegada. Terminar, termina de diferentes formas, en razón de las preferencias de la que manda y ordena, de la que se aprovecha de mis necesidades para cubrir las suyas.
En fin, otro polvo que tendré que regalarle a cambio de seguir siendo su empleado favorito. He de reconocer que la ejecutiva es una escultura, me aplico con el interés de un buen trabajador, respetuoso con los principios de calidad y productividad fijados por la empresa.


©Scila/2008


20 jul 2011

Santa Claus (Serie Karmelle).

¡Maldita Navidad!



-¡Maldita Navidad!- el pensamiento es  tan intenso y sentido que lo expreso en voz alta y, al escucharme, me sorprendo. Me parece una frase excesiva, disparatada. Estas fechas tienen un no sé qué, que las convierten en días casi santos, hasta para una agnóstica como yo. Pero, precisamente por lo que suponen esas reuniones familiares alrededor del árbol, de una mesa plena de exquisiteces, el agrupamiento de familias, de amigos... de amantes, es lo que me hace especialmente sensible en estas fechas.
Apenas hace una semana que me abandonó. Hoy, día de Nochebuena y víspera de Navidad, estoy sola. Tan sola como ayer, pero mucho más sola cuando todo el mundo canta y baila rodeado de amigos, de familiares o... con sus amantes. Hoy estoy más sola que nunca, más sola que nadie, en esta casa en que la fuimos felices hasta el pecado- debería estar prohibido ser tan locamente feliz para hacérnoslo pagar tan caro a posteriori. 
He decidido no encender la chimenea.Vivo en un pequeño adosado de dos plantas y he optado por la calefacción central, no quiero impedir el hipotético acceso de Papá Noel, o de cualquiera de los barbudos Reyes Magos, si se deciden a traerme algo, cualquier cosa que me saque de este marasmo, aunque sea un nuevo vibrador más sofisticado que el cepillo eléctrico dental.
Me he vestido para dormir, más que para cenar, no tengo hambre, ni ganas de cocinar sólo para mí. Un ligero camisón y su correspondiente bata envuelven mi cuerpo tras el  baño relajante, nada más soporta mi piel sobre ella. 
Me siento frente a la pantalla del televisor y, aunque no veo qué hacen, el murmullo de las voces, las risas y la música me adormece, quizás contribuye la media botella de excelente cava, muy seco y frío, que me he bebido.
Dejo la copa sobre la mesa y vuelvo a dejarme caer, cuan larga soy sobre la espalda, en el mullido sofá de plumas.
El cava, el murmullo del televisor y la agradable temperatura me adormecen dulcemente, hasta que un ruido inoportuno y molesto me despabila. A pesar de que lo intento no puedo moverme, la lasitud, la relajación de mi cuerpo es tanta que no puedo hacerlo. Mantengo un brazo doblado sobre la cara y el otro caído a mi costado, una pierna ha resbalado del sofá y el pie descansa sobre la mullida alfombra.
Con un esfuerzo sobrehumano entreabro un ojo, el único que tiene un limitado campo de visión bajo mi antebrazo, y junto al árbol, al lado de la chimenea, observo la causa aparente del ruido que me ha despabilado: un tío vestido de rojo- de rojo y blanco- se sacude el hollín de la ropa junto al hueco de la chimenea.
No puedo verle entero, el brazo me lo impide, pero al tiempo evita que el intruso sepa que le miro. Es un hombretón de metro ochenta, por lo menos.  Viste un pantalón ajustado de color rojo y una casaca o túnica del mismo color que le llega casi hasta las rodillas. Un grueso cinturón de cuero ceñido marca la cintura y se cubre los rojizos cabellos con un gorro terminado en una bola blanca. Es decir, se me ha colado en casa un tipo disfrazado de Papá Noel. ¡La madre que le parió! ¿Qué buscará en mi casa este tipo el día de Noche Buena, víspera de Navidad? ¡Hace años que no creo en los Reyes Magos!
Termina de sacudirse y mira a su alrededor con curiosidad, tras unos instantes repara en mí, despatarrada sobre el diván y, el santo varón, suponiendo que lo sea, muestra un gesto raro en un santo. Sé cuando alguien está calentándose a mi costa, lo sé. El tipo se congestiona por momentos, mi cuerpo serrano semidesnudo, le distrae de su sagrado deber, el reparto de regalos, digo yo que será ese su deber, no quiero pensar que se trata simplemente de un asaltador de chicas solas por Navidad.
A su espalda, colgando de la chimenea hay un gran espejo, una pieza de la que me siento orgullosa, por su excelente factura y el magnífico marco que le sustenta. Allí pude verme en parte, y lo que veo me hace comprender que, durante mi corto sueño, el camisón, algo raquítico debo reconocerlo, se ha desplazado hacia arriba y le muestra al simpático hombre de rojo un primer plano de mi sexo (menos mal que como no me lo depilo está oculto por el tupido y vello púbico), gracias a la inintencionada apertura, en forma de compás, de mis muslos sobre el sofá. Me sonrojo, creo.
¿Qué hacer? Si junto los muslos y me bajo el camisón se dará cuenta de que estoy despierta y a su merced, y si no me cubro… ese poderoso latido del pantalón rojo aumentará de frecuencia, de intensidad y de ganas de hacer cualquier cosa para aliviarse, es decir que querrá mojar, como si lo viese.
-¿Te molestaría mucho si me sirvo una ración?- me pregunta con brutal sinceridad.
Soy lenta de reacción, como pude comprobar, el hombre vestido de rojo, abandona el saco sobre la alfombra y desabrochándose el ancho cinturón se aproxima a grandes y felinas zancadas hacia mí, pronto mi único ojo entreabierto pudo ver al hombrón de cintura hacia abajo, hasta las rodillas, unos pocos centímetros por encima de aquel tremendo latido de su pantalón rojo.
Se arrodilla y veo de cerca un rostro curtido por el sol y el aire o, simplemente, una cara más dura que el granito. Verle tan cerca de mí, ubicado ya entre mis muslos me produce un estremecimiento, y no es frío. Se despoja de la casaca y de lo que lleva debajo de aquella, sus poderosos pectorales se muestran amenazadores y, al tiempo, deseables.
Unas manazas del tamaño de las garras de un oso gris, se posan con inesperada delicadeza sobre los muslos y, sin transición, algo cálido, húmedo, y suave como un reptil, moja mis rizos, separa lentamente mis labios vulvares y se clava hasta donde puede, y pudo mucho. Suspiro en voz queda y espero acontecimientos, no es cosa de ponerme a gritar justo cuando una lengua- supe enseguida que no era una cobra del desierto- una lengua harpada,  como la de los jilgueros que anuncian la llegada de la Aurora de rosáceos dedos, me está horadando allí donde más gusto puede proporcionarme. 
Seguiré dormida, no se asuste con mi brusco y extempóreo despertar y corte su imaginativa maniobra. Sin querer dejo caer un poco más mi pierna derecha para facilitar el acceso de esa lengua rica, rica de Santa Claus…
Cuando sus manos, grandes y cálidas, se deslizan sobre mi vientre hasta mis pechos y los envuelve con delicadeza, mis pezones se erizan y no puedo reprimir un ahogado ronquido, un estertor de placer. Mis labios se secan y mi lengua sueña con enroscarse alrededor del hermoso glande que, sin duda, vendrá con el regalo de Santa Claus. ¡El polvo de Navidad!
-¡Feliz Navidad!- me deseo, dándome ánimos ante la larga e interminable noche que- seguramente- me espera bajo el peso del robusto dueño de los renos que pastan en mi jardín, sin duda.

Copyrigth: by Scila/

28 jun 2011

El mensaje (Serie Karmelle).

El Mensaje



Hasta que siento sus brazos, como ramas nudosas de algarrobo, apresándome en un abrazo de oso no me doy cuenta de que el Sebas, mi tronco, ya está en casa, ha entrado justo detrás que yo y no le he oído llegar.
-¡Qué susto me has dado payaso!- sus labios me queman en el cuello, es uno de mis puntos flojos, cuando comienza a besar y a pasar su lengua por esa zona… pierdo el sentido, y la dignidad, la poca que me queda.
-Nada de susto- murmura con voz ronca en mi oído- bien calladita que te has quedado pensando que tenías un visitante, tal vez un cartero peliculero, un repartidor de butano…
-¡O el fontanero, no te jode! ¿No podía ser un doctor honoris causa en algo? ¿Tiene que ser alguien sucio, maloliente y con las manos llenas de callos? (Como tú, estuve a punto de decirle a la cara sin afeitar que raspa como lija del cuatro mis tetitas).
-Mujer, que yo no estoy en tu cabeza, a saber en qué piensas cuando te pones cachonda y se te empapan los bajos y los pezones parecen cerezas del Jerte.
-¿En quién voy a pensar, merluzo?, en ti pedazo de pan.
Mientras hablamos sus labios no paran un momento y sus manos tampoco, me tiene inmovilizada por detrás, con mis brazos pegados al cuerpo no puedo hacer nada por evitar sus maniobras que, a mi pesar, me están poniendo como una olla al fuego.
-¿Por qué seré tan fácil?- me pregunté como tantas otras veces.
-Deja que me quite la gabardina- pido con impaciencia. Quiere ayudarme pero, al final, cae al suelo, me inclino a recogerla pero él es más rápido, la lanza sobre una silla ya puesto en pie. Yo permanezco un segundo en cuclillas. Sobre el encerado suelo de madera hay un pedazo de papel que, sin duda ha caído de un bolsillo de mi gabardina.
-Se te ha caído algo- se inclina y, adelantándose a mí, recoge la cuartilla del suelo.
-Dámelo- pido tendiendo la mano hacia el papel con la garganta repentinamente seca. Pero no obtengo respuesta. Miguel mantiene, hipnotizado, las pupilas clavadas en mi generoso escote. Ambos pechos se muestran hasta las carnosas y oscuras cúspides de los pezones. La ausencia de sujetador facilita una exposición completa.
-¿Qué estás mirando?- mi voz sale ronca, en un tenue susurro. 
Conozco al Sebas lo suficiente como para intuir qué me espera a continuación. Ya ha ocurrido en innumerables ocasiones algo parecido.
-Ven - pide imperativo. Suelta el papel, que cae al suelo de nuevo, me toma por los hombros forzándome a retroceder y apoyar mis nalgas de deportista en el borde de la mesa central de madera. Nos encontramos en la cocina, es medio día y los dos venimos del curro con el tiempo justo para comer y volver.
-Nos pueden ver, Sebas- coloco mis manos sobre sus pectorales intentando apartarle, pero es mucho más fuerte que yo, no puedo detenerle. Su mano, semejante a la garra de un felino, toma mi vestido por el borde y lo sube hasta la cintura, en tanto que la otra tira del escote hacia abajo liberando ambos pechos. Inclina su cabeza y con avidez se apodera de un pezón que, desafiante, le esperaba asustado. Los dientes del Sebas son muy, muy dolorosos cuando se cierran, apasionados, entorno a ellos.
No puedo evitar un grito de ira, de desagrado y de placer al tiempo. En ocasiones similares su reacción primitiva y casi agresiva me involucra hasta el punto de convertirme yo misma, en unos segundos, en cómplice temblorosa y anhelante. Tengo la impresión de que me abro como una flor para ser polinizada por una abeja.
-¿Me estaré volviendo pija?, qué cosas se me ocurren.
Así ocurrió también en esta ocasión cuando su mano impaciente tira hacia un lado de mis bragas. Sé que en un instante le tendré tan dentro de mí que no podré ni respirar, tan sólo acoplarme, adherirme al ritmo trepidante y brutal del macho encelado en que se convierte en unos minutos. Le he dicho mil veces que prefiero algo más… “normal”, que prefiero un tiempo previo de caricias, de besos, que prefiero ser desnudada poco a poco, con delicadeza y no a zarpazos.
Le he dicho muchas cosas, incluso que me gusta que introduzca su lengua en mi sexo y se divierta y me enloquezca a mí de placer, que tengo un gran aprecio por su magnífico miembro en erección y tengo todo el gusto del mundo en saborearlo, chuparlo y engullirlo… todo eso antes de clavarme como quién ensarta un conejo. Que no me niego a que lo haga, es más, me encanta sentirme hendida, atravesada, plena de él. Pero, por favor, un poquito de preliminares…
Pero no hay forma, le viene la gana cuando le viene y no es capaz de reservarse para cuando toca, estemos donde estemos he de consentir y aceptar que se me haga en plan duro de película. Y, lo malo, lo peor de esta forma de hacerme el amor, es que me ha contagiado a mi pesar. Odio estas formas casi brutales, tan poco civilizadas de gozar uno de otra, pero en cuanto me estruja en sus brazos y me quema con su aliento… consiento, me humedezco, me mojo y accedo a cuanto viene a continuación.
De hecho, tras chupar de mis pezones como un bebé de treinta años, coloca la punta de su polla entre los labios de mi “cosita” y empuja como un toro al que estuviesen poniéndole las banderillas. La presión del falo al rojo vivo entre mis muslitos me hace desfallecer. Ha de sujetarme, sentarme sobre el borde la mesa y, tomando mis talones,  los coloca sobre sus hombros, abriéndome lo suficiente como para que pase un tren de mercancías, luego se lanza hacia adentro sin reparar en que puede sacármela por la boca si no se contiene un poco. Con las palmas de las manos trato de impedir que avance demasiado dentro, que mi vagina tiene sus límites y el Sebas hasta que no golpea el fondo no se queda a gusto. En cuanto me introduce su lanza mis piernas tiemblan, no me sostienen. La humedad corre como un rió por la parte interna de mis muslos y se desliza hasta la mesa, bajo mis nalgas. Sus golpes hacen temblar el mueble y mis costillas, pero no me quejo, al contrario le animo para que sea más rápido, más brutal, siento que me fundo como la mantequilla al fuego.
Dejo caer la cabeza hacia atrás por el borde de la mesa y, embargada ya por un anticipado orgasmo, mis ojos entrecerrados observan el trozo de papel caído sobre el suelo, muestra una caligrafía recta y decidida que ocupa media página y, bajo la última línea, una frase y una firma: "Te amo. Andrés".
© Scila- 4/4/07