2 sept 2011

Tu espalda y la ventana


Mientras releo este viejo libro de gastadas tapas- obras completas de Vicente Blasco Ibáñez- disfruto de la calidez de la chimenea. Percibo el aroma de la copa, amplia como un cáliz, del brandy añejo. Si levanto la mirada del libro tropiezo con su imagen, que me produce un chispazo de deseo y un plácido sentimiento de afectuosa ternura.
 
La ventana: ella y la ventana siempre. Un retrato que me muestra su espalda y, más allá, la helada belleza de la nieve. Su dorso representa la perfección de  líneas, una espalda que se inicia el final del cuello esbelto y armónicamente torneado.
Los omóplatos se perciben bajo la tenue piel oscura. ¿Qué puedo decir de su piel? Es hermosa, suave, cálida, olorosa y… oscura como el más preciado chocolate. Y dulce, y aromática. Bajo ella late la pasión, la fuerza de una máquina perfecta. Su afición al deporte, sus horas de entrenamiento, han forjado un potente esqueleto cubierto por la red de músculos, tendones y curvas; un sueño para el más excelso escultor, cuyo límite fuese la perfección.
Las líneas descienden con gracia y levedad; se unen en la cintura, firme pero estrecha, musculada pero flexible, como los juncos del Tigris. Tal vez unas manos milagrosas dieron forma de ánfora a sus caderas de adolescente, dos asas de oscuro ébano a las que asirme en los instantes de pasión, dos inigualables puntos de apoyo para perseguir sin prisa, pero sin pausa, la cima mística del orgasmo.
Y, ese hermoso cuerpo, esa perfecta escultura, se sustenta sobre dos muslos que no oso describir. Llamarles perfectos es no decir nada. Descienden desde las nalgas- duele tanta belleza en la medida en que obsesiona- y se estrechan para formar la articulación de las rodillas. Un juego de luces, de zonas oscuras; puntos donde la piel brilla como los fuegos de San Telmo. Un torneado que finaliza en los  tobillos, finos y fuertes como los una hermosa yegua mustang, devoradora de millas en las praderas de Manitoo. En mi precipitada observación he obviado un detalle, la brusca depresión que marca el acceso al abetunado esfínter, punto de encuentros casi prohibidos, o de intrusión obtenido, a veces. Un lugar del que no quieres salir, totalmente, una vez aposentado. Y debajo, la apretada sonrisa vertical de la vulva, diseñada para seducir, para provocar eterna adicción.
Ésta reflexión es la causa de que el libro caiga de mi mano, que mi pulso se altere y me acerque a la ventana. Contacto con sus nalgas que me reciben sin algaradas, pero con afecto. Apoyo ambas manos en el marco de la ventana y hundo mis fosas nasales en su pelo, cerca del cuello, cerca de su oído, y murmuro palabras, palabras misteriosas, palabras de roncos sonidos, de apresuradas urgencias, de musicales demandas. Palabras encantadas que la convencen, que derriban resistencias, que evitan el: “no, no, ahora no" por ejemplo.
Mi cerebro se inunda de su olor. Su olor a chocolate fundido, a chocolate negro virgen, sin aditivos. El aroma inconfundible de su piel de ébano, produce una sensación de bienestar y placidez indescriptible.
Deslizo mis labios- de repente ávidos- por el terciopelo de su cuello hasta el hueco de la clavícula. Allí permanezco tranquilo, pero no inactivo, durante horas, posiblemente. ¿Quién desearía huir de semejante refugio? No huyo, no por valentía, si no por puro gusto, por gula de gourmet.
Las vibraciones de su cuerpo me alertan y me alejo con pesar, voy a otro punto ubicado entre el final del pabellón auricular y el inicio de la mandíbula. Es un diminuto rincón en el que apetece detenerse algún tiempo. Uso mis labios y mi lengua y mi saliva para testimoniar mi admiración por sus recovecos, sus depresiones orográficas, en las que dejarse caer es un acierto.
  Mis manos esperan relajadas, aparentan indiferencia. Apoyadas en el alféizar de la ventana podrían, deberían ocuparse de moldear a esas esferas inauditas: sus senos. No, no los describiré, sería imposible.
Las nalgas de O’kume responden a mis atenciones con leves e involuntarios roces que levantan un muro entre ambos. El muro crece y nos aleja, impide el contacto. Permito que el obstáculo se deslice por la hendidura de sus nalgas, duras como sus brazos cuando se enroscan en torno a mi cuerpo desentrenado. Cuando el obstáculo desaparece en el abismo nuestros cuerpos se reúnen de nuevo en un contacto cercano, afectivo.
Sus manos, sus manos merecen un comentario aparte, por la perfección, por la belleza de sus dedos, largos y finos y fuertes, y por  lo que puede hacer con ellos. Sus manos se dirigen hacia atrás, sin girarse, y las coloca sobre mis caderas, sin urgencias, pero me siento atado, unido a su cuerpo como a ella.
Inclina hacia atrás la cabeza y puedo deslizar mi boca ávida por su cuello hacia la parte anterior, llegar a su barbilla, girarle ligeramente el cuello y alcanzar, por fin, las inmediaciones suculentas de sus labios plenos, mullidos, dulces, almohadillados, dúctiles, sabrosos, ricos, ricos…
Me vence la impaciencia, la prisa. Me planteo la opción de separar mis manos de la ventana y jugar a ser Dios, jugar a remodelar su cuerpo, como si pudiese mejorarlo, sin perder en el cambio.
Opto por, sin pedir permiso, deslizar el tenue camisón hasta la cintura donde, en las caderas queda detenido. Tomo sus brazos y los coloco uno a cada lado de la ventana, como los tuve yo hasta ahora. Y así puedo dedicar toda mi atención a recorrer de nuevo su cuello, sus hombros y su espalda, esa espalda única, irrepetible, comerla a besos, fundir mis labios con su piel, aspirar su perfume, embriagarme del aroma que expele, cada vez más intenso, a medida que también ella se excita.
Tiembla como una yegua a punto de correr el Gran National, ligeros pero constantes estremecimientos agitan sus miembros finos y brillantes. Su garganta emite sonidos ancestrales, lujuriosos e impacientes. Quiere volverse, quiere bajar los brazos y anudarlos a mi cuello pero no se lo permito, hay que respetar el ritmo. La precipitación nos ahorra placeres a los que no debemos renunciar.
Con mi lengua humedecida en saliva construyo una autopista brillante desde la última vértebra cervical hasta el cóccix. Profundizo hasta donde sus nalgas me permiten y, luego las contorneo, lamo su cintura y… no lo soporta, se dobla como un junco, ríe y gorgojea como un coro de pájaros. Se vuelve y me ofrece- sin querer- el anverso de su espalda. Tengo de repente- estoy en cuclillas- la visión próxima de un hermoso y recortado bosquecillo de rizos que cosquillean mi nariz.
El aroma derriba mi voluntad, inesperadamente, sin meditarlo hundo mi boca y nariz en la depresión formada por las columnas de sus muslos y, sin mascarilla de oxigeno, me lanzo a la sima a pulmón libre. Sus manos apoyadas en mi cabeza marcan el tempo
Hasta la lengua ha de manejarse con finura, puede ser dura y cortante como un arma y eso debe evitarse, separar sus labios es cosa fácil, tan sólo he de lamer el licor aromático que mana entre ellos y así se abren para mí como las nubes tras una tormenta. 
El placer indescriptible de pasear, arriba y abajo sobre su carne sonrosada, tibia y olorosa acelera mi pulso. Absorbo una y otra vez el clítoris brillante y abultado hasta que O’kume, solloza, ruge como una pantera negra en la selva y me arrastra sobre la alfombra gritando:
-Ya, ya, ya…- y no puedo decirle que no. No resisto ni un minuto más. Sus muslos rodean mis caderas y los talones se clavan como espuelas en mis riñones empujando más y más hacia su interior. Sus labios absorben como una ventosa los míos y, nuestras lenguas, se enlazan en un beso interminable mientras galopo sobre ella en pos de un orgasmo absoluto, interminable.


©DRH/Scila/2010

3 comentarios:

  1. Anónimo8/28/2012

    No voy a ponerte a parir . Quédate con todo lo contrario.Me ha gustado mucho tu relato . Seguiré leyéndote.


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  2. Lástima que no hayas sido más...comunicativo, más expresivo y, sin tarjeta de visita, no podré devolverte la visita. Te espero pronto.

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  3. Uhmmmm...!!! caliente... muy caliente este relato. (¿Dónde te metes?) Te echo de menos. Aún cuando deba yo entonar un mea culpa.

    Un abrazo.

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