28 jun 2011

Sexo y alcohol



-Hemos bebido demasiado, los dos- coloca ambas manos en el pecho y me aparta sin mucha energía. Vuelvo a acercarme y la abrazo de nuevo, caemos sobre la cama. La beso en el cuello, en las orejas, en  los labios... hasta que comprendo que se ha dormido. No es sueño sólo, efectivamente ha bebido más de lo acostumbrado. Me siento frustrado, por primera vez me ha permitido subir a su apartamento y ahora... no puedo evitar la tentación de desabrocharle la blusa y deleitarme con la belleza de sus pechos. El sujetador se abre por delante, eso me permite dejarles en libertad. Los acaricio con delicadeza, los beso y, finalmente, los tomo en mis manos con ansia. Sus pezones me saben a delicioso cacao, su piel huele a vainilla. Sigue dormida, plácidamente dormida sobre la espalda.

Tiro de la cremallera y le quito la falda, la diminuta braga apenas oculta el pubis, deja escapar por los bordes parte del rizoso bello. Se las quito y separo sus muslos, como es delgada y flexible no opone resistencia su musculatura. Queda abierta casi ciento ochenta grados, observo sus ojos por si muestra signos de despertar pero continúa respirando con normalidad.
No puedo sustraerme al hechizo del sexo oferente, si tuviese que describirlo diría que es invisible, es invisible porque una gran mata de pelo ensortijado recubre la vulva. Me arrodillo y, con la lengua en forma de espátula, me abro paso con delicadeza. Lo primero que percibo es el olor a buey de mar, o mejor, a ostras sin o con perla, que no sé si huelen de manera diferente. Es un olor fuerte, con reminiscencias claras a sal, a olas y a percebes pegados a las rocas de la costa gallega (no lo he dicho, pero Virginia es gallega). 
El fuerte olor exacerba mi libido ya dispuesta, lo siguiente que asalta mi cerebro es el sabor... la lengua afilada se desliza entre los cerrados labios del sexo y, al hacerlo, recoge mil sabores que más tienen que ver con labores de pesca submarina que de sexo en tierra, sobre una cama.
No todos los coños saben a mar, ni mucho menos, tienen que ser verdaderas almejas, jóvenes almejas, limpias almejas, para que el sabor y el olor a marisco sea tan agradable, tan sensual que levanten el apetito, además de levantar al mástil que todos llevamos encima, es decir, colgando.
Mi lengua sigue con su delicada labor, ajena a mis digresiones y razonamientos. Se abre paso con suavidad y contumacia, separo los grandes labios y se desliza hacia arriba, una leve sacudida del cuerpo de Virginia me sobresalta: ¿estará despertándose? ¿Montará en cólera al ver que estoy comiéndomela, aprovechando su sueño etílico?
Nada de eso ocurre, gira la cabeza hacia el otro lado y suspira profundamente, seguramente a su cerebro llagan sensaciones placenteras- mi lengua es hábil y experta- y continúa disfrutando de un “sueño” erótico. Libo de su peluda almeja, como las abejas liban de las flores, me entusiasmo y hundo la lengua hasta el fondo, la saco y subo hacia el clítoris que ya asoma entre los negros rizos pero, es tocarlo y la hermosa durmiente vuelve a estremecerse, prefiero dejar aquel suculento rincón para más adelante. 
Sin dejar de lamer la vulva abierta, ahora de par en par, deslizo un dedo en la vagina, lenta, muy lentamente, disfrutando del meloso gel que emite y llego hasta el fondo sin despertarla, cuando los nudillos me impiden profundizar más giro la mano hacia arriba y doblo el dedo casi noventa grados, tanteo hasta localizar esa zona más rugosa,  justo por debajo del pubis, donde teóricamente se encuentra el punto “G”, y lo acaricio con lentitud, con sumo cuidado para no alarmarla, tan sólo quiero excitarla al máximo, provocar ese río de miel que comienza a brotar de su vagina como un torrente, y lo consigo.
Virginia suspira al ritmo de sus sueños pero no abre los ojos, ni da señales de despertar. Pronto el acceso se humedece, dispuesto a recibirme y... sucumbo al hechizo, me desnudo con una sóla mano y, con toda la suavidad de la que soy capaz, me dejo caer entre sus muslos abiertos, y hundo mi falo endurecido por la espera en la increíble cueva de las mil y una noches...
La cabeza se abre paso entre los pliegues y se desliza con una facilidad que me asombra, hasta hacer tope con mis huevos que golpean a la entrada, dispuestos a colarse también dentro.
Es un polvo rápido y lento. Lento porque entro y salgo de la vagina a cámara lenta, y rápido porque en pocos minutos, el placer me impide retrasar lo inevitable. La presión en mis testículos, la tremenda excitación de follar a una beldad como Virginia totalmente relajada por el sueño y el alcohol me conducen al orgasmo. Jamás olvidaré esa noche, ni aquel polvo robado, más o menos. De vez en cuando, los recuerdos vuelven y me pregunto: ¿Hice lo correcto?

©Novbre’07/Scila

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